La luz de la luna entra por mi ventana en busca de tu piel, pero no sólo no la encuentra sino que ilumina dos pieles distintas a las que esperaba. La mía, que dejó de ser lo que era desde que te tocó por última vez; la suya, más suave y joven, que no es la tuya.
Los rayos de sol entran por mi ventana cada mañana. A horas intempestivas, las de mis buenos días. Quiero decir los del pasado, porque últimamente sólo me quedan de los malos y algún que otro de los buenos. Ya no son tus brazos los que veo rodeándome al despertar. Las sábanas ahora amanecen manchadas por el calor que la noche escupió en mi cama y me oscurecen, pese a ser de día, las sombras que el sol proyecta al ver ocupado tu lugar.
¿Sabes qué? Mataría por volver a cuando la luna nos miraba a ti y a mí, con la ventana abierta un día cualquiera entre semana de no un junio cualquiera. Con calor, mucho calor; aunque nunca lo suficiente como para no abrazarnos al dormir. Mataría por saborear su sonrisa en la tuya y por escuchar tus palabras en su boca. Ojalá tuviera en él al que un día fuiste conmigo...
¿Y sabes qué? Que le enseñaré todo lo que tú me decías. Le enseñaré a ser como tú en versión reducida pero ampliada y mejorada. Ampliada en los aspectos positivos, reducida en los demás y mejorada ínfima/infinitamente. Tengo un proyecto de él y de mí. Tengo un proyecto de nosotros. Pero por poco tiempo: este proyecto es un amor para toda la vida. De esos eternos que duran lo que un latido.