Dejar de escribir para mí es como el último cigarrillo que se propone fumar un adicto a la nicotina. Como despedirme de ti con la frase "dame un beso más y dejo que te vayas"; o como el que se engancha a un libro prometiéndose un capítulo más antes de dormir. Es decir: imposible.
Porque nunca resulta ser el último cigarrillo (hay una cajetilla esperando a ser consumida). Jamás será el último beso que me des (siempre pasas las noches conmigo aunque algunas no estemos en la misma cama). La historia tampoco acaba en ese libro (es una trilogía con final abierto).
Pero en realidad sí que terminan. El paquete, la noche; el libro. Lo que no acaba es el deseo de fumar, de que se vuelva a ir la luz y de leer otra novela. No, no terminan porque ahora bajo la persiana cuando aún es de día para poner los cinco sentidos en mi droga (tú), mientras voy avanzando por las páginas del libro, buscando el marcador para ver por dónde lo dejamos la última vez.
¿Qué me dices de una noche así? Con una cajetilla nueva, sin luz y un libro por leer escrito en nuestra piel. Incluso por escribir... Hagamos algo distinto a aguantarnos la mirada y las ganas de nosotros. Tráete las copas; yo pongo el vino con el que nos descubrimos aquella vez. De cena nos tenemos a ti y a mí.
Propongo que discutamos, que me alces la voz. Que te equivoques tú también y no sólo yo. Que me mires con odio como yo te miro a ti por haberme enamorado como lo has hecho, sintiéndome culpable por haber dejado atrás el pasado tan rápido que ya ni siquiera soy capaz de recordarlo. Deja de hacerme creer que contigo la vida puede ser –y es– perfecta, porque estoy empezando a crear una religión con tu nombre.
Nunca se me pasan las ganas de besarte con palabras. De escribirte con besos. Sin embargo, mido mis palabras porque prefiero quedarme corta y pasarme la noche en vela besándote, por todo lo que no soy capaz de escribirte...
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