viernes, 28 de junio de 2013

Sometimes to create, one must first destroy

Se sienta delante de la ventana y escruta todo lo que hay ante sus ojos. Recuerda cómo empezó la historia. Vuelve a tener 9 años.

Qué habrá sido de su vecino del cuarto y de la de aquel primero. De la familia del de la esquina, un piso en el que había más niños que relieve en el gotelé de las paredes. ¿Y de su amiga la del tercero? Esa niña de pelo rizado y rubio que la adentró en la segunda manera más bonita de ver a un árbol: los libros. Qué ha sido de las mañanas en las que intercambiaba cartas perfumadas, de las tardes en las que se ensimismaba leyendo sus cómics preferidos.

¿Qué ha sido de las guerras de globos que cada verano se disputaban entre su patio y el de enfrente? De ese no querer que la empaparan. De su arte abstracto al que le echaba horas manchando con acuarelas papeles de todas las formas y colores. En cuanto le dieron un lienzo en blanco lo abandonó, no quería ir en serio con nada. Ella siempre lo hacía todo al 50% de esfuerzo y eso suponía un 60. Empezaba a verle las orejas al lobo y, como siempre dijo y aún mantiene, le hubiera encantado quedarse en los 12 años de edad.

Qué fue de sus manualidades cutres, de los collares de macarrones que nunca hizo, de sus relojes hechos con cajas de quesitos. Del coleccionar tazos y álbumes de pegatinas, de jugar al Tetris. De un día a otro su madre dejó de contarle su cuento preferido antes de dormir. De repente se iba a la cama sin cubrir de besos a sus padres. Dejó de ponerse faldas, petos y bambas. Sin darse cuenta le cambiaron la mochila de ruedas por la de los niños grandes. Niños grandes pero un poco tontos, con lo cómodas que eran las ruedas...

Los veranos ya eran bien distintos. Poco a poco sus amigos se fueron o se distanció de ellos. Tardó años en encontrar su lugar pero cuando lo hizo era más feliz que nadie. Los días pasaban entre recreos inolvidables, clases que por una vez eran divertidas, videojuegos, música y risas. Desprendía felicidad por los cuatro costados.

Qué fue de su costumbre de ver vídeos caseros que le contaban cómo era la vida antes de su existencia. De poner clásicos Disney porque a su hermana no le gustaba su película favorita, Anastasia, y esa vez quería estar con alguien.

¿Qué es del chico del segundo, que le hacía compañía en las noches de estudio con su luz en un mar de penumbra? Qué ha sido de su guitarra y de las canciones que parecía tocarle en privado cuando hacía frío y nadie más le oía. Ella abría su ventana para escucharlas con el murmullo del caer de las hojas de fondo.

Entonces fue cuando unos ojos verdes o azules (nunca supo de qué color eran realmente) le robaron el aliento, la razón y posiblemente algo más. Se hizo mayor de golpe al mismo tiempo que algo en su interior crecía con ella. El sentimiento aumentaba con lentitud y menguó con rapidez. Le rompieron el corazón sin que lo supieran. De hecho, ella misma tampoco sabía lo que le pasaba hasta que alguien se lo explicó mientras algo le caía de los ojos.

¿Qué habrá sido de él y de sus andares desenfadados con las manos en los bolsillos? De todos esos sentimientos a los que nada se le compara porque ya no son novedad. Así le dicen que es la vida, una de cal y otra de arena, una carcajada que resta una lágrima. Una ganancia por una pérdida... Igual es verdad eso que una vez escuchó en una película: a veces para construir, primero hay que destruir.

Qué ha sido de vosotros. Y de él. Qué habrá sido de mí.

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