Atraviesas los diversos muros que actúan a modo de puerta. Entras y de repente, el calor de verano no hace acto de presencia, allí todo es frío, tranquilo, silencioso. Conforme avanzas por los pasillos una sensación de ambigüedad te abarca, intentas darle nombre a lo que sientes y, cuando lo haces, te das cuenta de que también podría ser su opuesto. Es terrible, bello, triste, alegre. Todo y nada a la vez.
Un pasillo se abre ante tus ojos y no parece lo que es. Visto de pasada, bien podría ser un patio de la judería, de los que en mayo están cubiertos de flores, tantas que apenas puedes ver la pared. La realidad es bien distinta cuando te adentras en el pasillo, que no es otro sino el que siempre buscas un domingo por la mañana. Las letras doradas brillan sobre la superficie de piedra gris, como diciéndote que llevabas mucho tiempo sin dejarte ver por allí. El momento se rompe cuando escuchas un profundo grito de dolor tres calles más abajo. "Un nuevo inquilino", piensas. Y lo intentas dejar ahí, aparcado, porque no quieres volver a recordar el día en el que tú viviste eso mismo. El peor fin de semana de tu vida, ese en el que viste a la mujer que te trajo al mundo más destrozada que nunca. Desde entonces, los sábados tienen otro color.
Limpias la lápida, colocas las nuevas flores. Te quedas frente a la piedra para mantener una conversación contigo mismo que sea escuchada por quien tienes enfrente. Siempre le cuentas lo mismo, que te arrepientes de no haber estado más con ella, de no conocerla mejor, de no enseñarle cómo eres, lo que quieres. Les hablas de aquellos que han salido de tu vida y de los que han ido entrando. Le pides que los mantenga a tu lado, que te ayude a hacerlo.
Ahora pides, haces y dices todo lo que en su día no quisiste. ¿Egoísta? ¿Interesado? Puede. Puede que algunos lo piensen pero ella sabe que no es así. Más vale tarde que nunca.
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