Hace algún tiempo me topé con alguien que estaba en mi misma situación, pero él no sabía lo que yo sabía. Me pasé semanas pensando cómo acercarme; no era la de antes en ese sentido, ya no quería dejarme preguntas en el tintero. Sentía que podíamos ayudarnos mutuamente y salir del agujero juntos. Un día me harté de verle sufrir y no saber el porqué. Di el paso.
No nos conocíamos demasiado, así que era fácil contarle nuestros problemas a casi un desconocido. Poco a poco nos fuimos adentrando en nuestras entrañas, hasta el punto en que uno conocía al otro mejor que sí mismo. Sabíamos qué pensábamos con sólo mirarnos a los ojos. A veces tanta complicidad nos daba miedo. Sin darnos cuenta, fuimos viendo la luz al final del túnel. Olvidé antes que él, así que tenía claro lo que quería intentar, aunque nunca lo hubiera imaginado.
No dije nada, no quise agobiarle. Sólo estuve a su lado, arrimando el hombro. Esperé pacientemente a que la olvidase por completo, a que abriera los ojos; a que no llorase más por alguien que tanto daño le había hecho y a quien le resultaba indiferente su dolor. Yo sabía bien en qué andaba metido: ya estuve allí. Fuimos un punto de apoyo que nunca supusimos tener. Cuando fue retirándose del filo de la navaja, empezó a ver el mundo. Empezó a verme a mí.
Llegaron las preguntas. Por qué decidí salvarle. Hice lo que me hubiera gustado que hicieran por mí. Le rescaté y, sin esperarlo, él también me rescató a mí. Me salvó de mí misma y del fantasma que me atormentaba todas las noches.
Los miedos y las dudas llamaron a nuestra puerta. Los recibimos con una sonrisa, les servimos un café y los despachamos educadamente. ¿Y si echábamos a perder la amistad que habíamos forjado en tan poco tiempo? Una vez fue lanzada al aire esa pregunta, obtuvimos la respuesta.
Quien no arriesga, no gana.
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