sábado, 11 de enero de 2014

Oniria

Por fin llegó el día del concierto. Mentiría si dijera que no se lo había imaginado en la pista pero sabía que aquello era agua pasada. Tenía que hacer las paces consigo misma y esa música tenía mucho que ver. Así que se puso tan guapa como pudo, cogió la entrada, sus discos y cruzó la puerta. Era noche cerrada y el teatro le quedaba a más de media hora de casa pero aún así se puso los auriculares. No podía creerse que iba a escucharlo en directo, quién le iba a decir que... sería tan distinto a como lo imaginó un día.

Llegó, pidió una bebida y se puso cómoda. Sus manos siempre se comportaban de dos formas distintas cuando estaba nerviosa: o les sudaban o las tenía frías como témpanos de hielo. Esta vez le tocó tener un invierno seco instalado en sus manos. Las luces se apagaron mientras no hacía más que buscar un cuerpo entre la multitud, el único rostro en el que ha conocido el amor y el dolor. Se dio cuenta de que no lo encontraría cuando la música comenzó a sanar. A sonar.

Conforme las canciones se sucedían y las emociones estaban a flor de piel, la esperanza desvanecía como nunca antes lo había hecho. Ella sólo quiso verle para poder dejar que cicatrizasen bien la heridas. Tenía que perdonar y perdonarse, pero no se lo pusieron fácil cuando la tortilla aún permitía una última vuelta. Se desangró en cada nota que le ponía letra a sus sentimientos, y la hizo suya hasta derramarla. Por eso se negó a ir acompañada. Puede que lo que perdió nunca le perteneciera realmente, pero ese momento sí y nadie se lo iba a quitar. No esta vez.

Hablaban de una puesta de sol en Galicia cuando percibió que alguien llevaba su mismo perfume. Llegó al punto en que no sabía si aquello era cierto o era su imaginación. No le vio la cara pero era alto, de su compostura. Le estaba estropeando con sensaciones de más una canción a la que le puso nombre y apellidos de hombre. Quiso cambiarse de sitio pero alguien la asió del brazo. Casi le derramó la bebida sobre el vestido; merecía una buena bofetada como mínimo. Se decantó por librarse bruscamente de la mano que le agarraba cuando algo en su interior decidió que era el momento de estallar. Se llamaba pasado y esa noche no sólo era un barullo de recuerdos. Esa noche fue algo más.

Más de 300kms de distancia, una hora y media de vías de tren, dos ciudades como obstáculo, tres vueltas de manecillas del reloj en carretera, cuatro pesadillas, cinco meses de recuerdos, seis semanas de llorar sin pausa y ahí estaba él. A un parpadeo de su abrazo, a un te quiero del olvido, a un suspiro de sus manos.


Lo siguiente que recuerdo es tener la cara bañada en sal.
La vida es sueño, que diría Calderón de la Barca.

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